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Las vacunas y yo

Un niño dio el primer grito. Yo estaba pintando con mis crayolas cuando vi su mirada de terror, apuntaba con su mano hacia la ventana ya con lágrimas gordas botándole de los ojos. Unas mujeres vestidas de blanco se acercaban al salón del 1B, mi salón.


La maestra Celia le pidió al niño aterrado que se sentara y guardara silencio, lo hizo, aunque sin dejar de temblar. Las mujeres de blanco, un comando de enfermeras del Seguro Social, entraron al salón 1B. La carita de los demás niños demostraba que estaban tan confundidos como yo, ¿qué ocurre? ¿no es acaso una lección más sobre cómo lavarnos los dientes, porqué tanto escándalo? Pero el niño aterrado parecía tener más información, él sabía realmente lo que venía. En esa época, en una primaria pública, no estoy segura si se necesitaba el consentimiento de los padres, o simplemente los comandos de vacunación contra el sarampión llegaban así, por asalto y sin aviso. Nunca supe si a mi mamá le habían avisado, y si fue así, ¿porqué no me había advertido? Me sentí traicionada.


La primaria ya había empezado mal. Recuerdo perfecto el primer día de clase, yo estaba muy emocionada de estrenar mi falda de patoles azul marino y mi camisa blanca de algodón; ir a la escuela siempre me gustó. Mi mamá me llevó de la mano y me condujo personalmente a esa misma puerta del 1B. Al principio no entendí porque no había nadie en el patio y todos los niños ya estaban en sus salones. Mamá ¿llegamos tarde? Un poco, me dijo.


Las clases habían empezado un mes antes. A principios de año mi hermana mayor se había mudado al DF, y ese verano, mi papá nos había montado en su carro Buik para recorrer el país desde Mexicali hasta el DF, tres días de camino para ir a visitar a mi hermana. Fue un viaje extraordinario. Recuerdo una parada en Mazatlán para ver el mar, otra más adelante para comprar unos plátanos que nos comimos en el asiento trasero del Buik mis otros dos hermanos adolescentes -siempre de malas- y yo. En ese verano subí con mi papá la Torre Latinoamericana y desde ahí pude conocer esta ciudad inmensa. Mi papá y mis hermanos se regresaron antes, ya que mi mamá decidió quedarse conmigo un poco más de tiempo en el DF con mi hermana mayor. Ya solas las 3, recuerdo, nos la pasamos yendo al teatro. En ese verano vi mi primera obra, Electra, con la Guilmain, en el Teatro Xola, primera fila. Ahí empezó otro viaje en el que sigo montada hasta ahora. Pero el caso, es que mientras yo me la estaba pasando genial, las clases en la primaria ya habían empezado. Mi mamá era amiga de la maestra Celia, y con ella había acordado, que Barbarita podría entrar sin problema cuando volviera del viaje.


De ese arreglo clandestino me enteré, ahí en la puerta del salón, con la mirada de todos los niños sobre mí, viendo quién era esa “niña nueva que llegaba tarde”. Pero eso no fue lo peor. En cuanto se fue mi mamá, la maestra Celia, se dirigió a un niño que estaba sentado en la primera fila -en aquellos pupitres de madera para dos personas-, “A ver tú, levántate y vete a sentar atrás”. Mi entrada al salón empezó con el desalojo de un pobre niño que apenas pudo recoger sus lápices y su mochila de cuero para irse cabizbajo al abismo oscuro de las filas de atrás. Yo no sabía como pedirle perdón mientras avanzaba adentro del salón, me estaba enterando de tantas cosas en ese momento. La niña muy rubia de al lado de mi asignado pupitre en primera fila, me dijo “Hola”, en voz muy bajita, era Ana Gaby, fuimos mejores amigas hasta tercero de primaria, que fue cuando la cambiaron a una escuela privada.


Y ahí estaba otra vez yo, dentro del 1B, sospechando que de nuevo me habían ocultado información. La maestra Celia nos explicó que estábamos en campaña de vacunación y que por nuestro bien nos tenían que vacunar contra el sarampión, que no habría excepciones. La escuchamos atónitos, creo que no sabíamos muy bien el significado de las palabras: vacunación, sarampión, campaña, ¿cómo? ¿por qué? hasta el instante preciso en que una de las enfermeras nos enseñó una jeringa. Fue un estallido descomunal. Gritos, llantos, mocos, berreos, una niña trató de escaparse, pero la maestra Celia la atajó y cerró la puerta del salón con llave. Era una emboscada. Yo estaba petrificada. Miré a Ana Gaby para tomar fuerza, pero estaba ahogada en llanto. Todo está perdido. La maestra Celia trataba de controlarnos diciendo que no nos dolería nada. Pero las imágenes son más convincentes que todas las palabras, y esa aguja en la jeringa no parecía decirnos lo mismo.


“Miren, van a ver que no duele nada. Barbarita, vas a ser la primera, ven acá a poner el ejemplo”.


¿Quién es Barbarita? ¿yo? ¿no hay otra? ¿porqué yo? ¿por qué debo dar el ejemplo? No quiero dar ningún ejemplo. Que no haya estallado en llanto no quiere decir que no esté aterrada. ¡No me pongan de ejemplo! Pero ya era tarde, todas las miradas de los niños entre lágrimas, volvían a estar sobre mí. Pensé, okey, esta es mi oportunidad de redimirme ante el grupo. De pedirle perdón al niño que aventaron atrás. Me puse de pie. Silencio absoluto. Caminé hacia adelante como el condenado a muerte hacia la silla eléctrica. La maestra Celia y las enfermeras sonreían. No me importaba eso, yo solo quería no desmayarme en el camino. Dar el ejemplo, dar el ejemplo, me decía a mí misma. Me paré de frente al grupo, estoica, no volteé a ver la aguja, pero en los ojos muy abiertos de los niños vi su reflejo, se les cortó el aliento. La enfermera levantó la manga de mi camisa blanca e hizo penetrar la delgada aguja en mi hombro izquierdo. Apreté los labios, bien fuerte. Nunca antes en mis seis años de vida, había sentido un dolor igual. Aguanta, aguanta, me decía a mí misma. Sentí el líquido penetrando mi hombro. Cerré mis ojos, bien fuerte, no llores. Pero al momento en que sacaron la aguja, no pude más y de mi boca salió un hilito de voz que apenas soltó un: Ay.


Un segundo, dos segundos, el estallido histérico del grupo se desató. El niño aterrado alegaba en su defensa, nadie lo escuchó. Solo recuerdo haber puesto mi pequeña mano sobre el algodón con alcohol en mi hombro izquierdo e irme tambaleando a sentar en mi pupitre para luego ser testigo en primera fila de la masacre, entre nubes, vi el espectáculo de las 32 vacunas a esos 32 niños del 1B desfilar frente a mí.


Ese día me gané una fama en la primaria que no pedí, la de ser la del ejemplo, la responsable. Desde ese día, fui a la que lanzaban primero a todo; que la que hace el juramento a la bandera, que la que recita, que la que tiene las llaves del estante, que la que va a los concursos y gana: Barbarita. Despertando el rencor de más de un niño. Esa fama tuvo sus ventajas, no lo niego, pero muchas veces, mientras realizaba alguna tarea extraordinaria asignada, envidiaba a aquellos a los que nunca se les pidió dar el ejemplo.


Desde adolescente prohíbo a cualquiera que me diga Barbarita, y obviamente le tengo miedo a las inyecciones. Deme todas las pastillas que quiera doctor, pero no me recete inyecciones. Soy el terror de las enfermeras, las hago sudar, cuando tienen que sacarme sangre, mis venas se esconden de tal manera, que no lo logran, soy el caso clínico de la sin venas. Mi venganza. En la última larga plática que tuve con mi mamá en el hospital, recordamos ese episodio. -Ay, mamá, es que cómo se te ocurrió meterme a la primaria un mes después, por andar de vacaciones. -Bueno hija, pero pues si no pasó nada, no hubo ningún problema; además, fue cuando conociste el teatro, valió la pena (pausa dramática) ¿O no?


Hoy es el último día del año 2020, el deseo de la mayoría ahora es que les toque una vacuna. Gustosos pondrían el otro hombro para ser perforado con la ilusión de volver a tener esa libertad de andar por la vida con menos miedo a morir. Es más, ahora harían lo que fuera por que les toque lo más pronto posible. Aunque varios de mis amigos me han dicho que no piensan vacunarse, que esperarán a ver los efectos secundarios… y me preguntan: Bárbara ¿tú te vacunarás?


Lo que pasa en este último día del 2020, podría haber sido un cuento de ficción que a la Barbarita del 1B le hubiera gustado mucho leer en ese entonces. Un año en un futuro lejano, en que todos contentos marcharían a ser vacunados en medio del júbilo y no del llanto. Le hubiera dado mucha gracia, y se hubiera sentido acompañada en esa eterna caminata entre su pupitre y la jeringa, en esa cita con la cicatriz en su hombro izquierdo que le quedó de forma permanente, y que le recuerda, el valor del que fue capaz a los seis años, y que le ha ayudado a transitar más de una época difícil, ésta por ejemplo, en que el corazón se le achica cada que se entera de una pérdida, de un contagio de gente querida.

El niño aterrado se convirtió en un gran abogado que no pierde ningún caso. Lo entiendo. Yo me convertí en una hacedora de teatro que conecta a todos sus personajes con su infancia. También lo entiendo. El mundo se convirtió en un planeta contagiado de un extraño virus que satura los hospitales y no da tregua. Si pudiera viajar al pasado y decirle algo a la Barbarita del 1B, le susurraría al oído: sí, levántate, que te inyecten, sé de los efectos secundarios de una vacuna, y sí, vale la pena.


Quizá lo hice.



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