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Correr por los campos de China.


De niña, cuando vivía en Mexicali, solía pasar los domingos en la comida china. Cada año nos regalaban un calendario que mostraba un paisaje con muchas montañas en pico y un río a sus pies, donde sobre una balsa de bambú navegaba un hombre muy delgado con un sombrero que me parecía una lámpara. No tenía idea de dónde estaba ese lugar. Ahora lo sé, estoy ahí.


Mi día empieza. Yo nunca he sido madrugadora. Pero el jet lag de un viaje de más de 30 horas entre la Ciudad de México y China, han hecho que cada día abra el ojo, inevitablemente, a las 5 de la mañana, tiempo del muy pequeño pueblo de Yangshuo cerca de Guilin, en China. Aquí estoy ahora. En el lugar del paisaje del calendario.


Me hago mi café en mi propia cafetera de viaje. Todo y todos en el hostal duermen aún. Salgo al balcón a esperar que los pájaros empiecen a cantar y que la luz del amanecer descubra la gran montaña que puedo ver desde mi habitación, entre árboles, entre nubes, entre mariposas.


A las 6.45 am, cuando por fin amanece, la puerta principal del hostal todavía está cerrada y debo escabullirme en silencio por la puerta trasera de la cocina para salir a correr. Incluso las montañas parecen todavía estar entre las sábanas cubiertas con algo de niebla.

Corro por la estrecha carretera. Las gallinas son mis compañeras de carrera, los patos, la mujer de pelo largo que saca los bancos de su tienda, el hombre que carga bambú sobre sus hombros, las mujeres que lavan la ropa en el río. Ni hao, digo saludando a algunos. Un movimiento de cabeza, a otros. El sonido de mi respiración, mi única música.


Salgo de la carretera y tomo una vereda que me lleva a un mirador frente al río, mi lugar favorito y secreto que he encontrado en mis carreras matutinas. Me detengo a respirar; el aire, el agua, el paisaje, sólo estar ahí me alivia cualquier cansancio y me llena de una sensación a la que no le he podido encontrar el nombre pero que sé que se anidará por mucho tiempo en algún lugar de mi memoria y de mi piel. La niebla empieza a despejar como el humo del cigarro del barrendero. Lo he encontrado por aquí otras veces, fumando siempre; ésta vez me lanza una mirada familiar que me hace el día, el leve gesto me da una alegre sensación de pertenencia. Sigo de regreso por un sendero que bordea el río LI y que he aprendido a reconocer a cada tramo. Los campos cultivados, las lechugas brotantes, los soldados de paja, las bailadoras varas de bambú, el espantapájaros con blusa azul que me saluda, las flores violeta que me rozan los brazos a mi paso mientras me susurran: sigue, ya casi lo logras; los carros repletos de balsas que se alistan para los turistas que querrán cruzar el río, la flor rosa que abre cada día más, Ni hao, le digo. Llego, y una telaraña que se tejió la noche anterior entre dos arbustos me sirve como listón de meta a mi llegada. 5 kilómetros. 27 grados. 95% de humedad. Estoy empapada de sudor.


Son las 8 a.m. los demás escritores bajan a desayunar, algunos apenas van despertando, me uno a ellos. How was your running today, Barbara? Was great. Me sirvo jugo de mango. Como con más hambre que el resto del grupo. Tengo más de dos horas despierta.

Pasadas las 9, cada uno de los ocho escritores que compartimos esta Residencia, a su estilo y a su tiempo, encuentran su lugar para ponerse a escribir o leer, como primera acción de día.

Yo les digo que también mi primera acción del día fue leer, leer el paisaje.

Esa es mi razón de correr.

Estamos rodeados de montañas que parecen los dedos de una mano emergiendo del centro de la tierra, dedos que si se les antoja un día, nos podrán encerrar en su puño, pero que mientras tanto, te acunan, te mecen, te cubren de verde, te cuentan cuentos. China. Repito varias veces para asimilar que estoy aquí, China, en ese paisaje de calendario de los domingos de mi infancia, China, en ese lugar remoto que jamás pensé podría conocer, re correr, leer, de verdad.


Me acomodo con mis cuadernos y plumas en una mesa del jardín. Mi día sigue. China.




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