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Tres historias bogotanas.

1.

Lo encontré sentado muy cómodamente en la última fila con una pierna estirada sobre la butaca de enfrente. Un hombre, quizá de mi edad, mucho más alto que yo, tejía.


Yo llevaba dos días metida en el teatro preparando el montaje, en pocos minutos daríamos nuestra primera función en Bogotá. Subí a cabina de luces en la última fila del teatro para ver que todo estuviera listo y ahí estaba ese hombre desconocido tejiendo con notoria habilidad. Hice las preguntas que iba a hacerle a los técnicos quienes prontamente me dieron una respuesta que no alcancé a escuchar del todo ya que en mi cabeza pensaba ¿Quién es ese hombre? ¿Qué hace en mi teatro? (cuando una va de gira y prácticamente vive en un teatro ajeno por unos días, lo siente suyo temporal)


¿Tú quién eres? No te conozco. Soy el fotógrafo. Bien, sabía que el departamento de comunicación enviaría un fotógrafo.


Te tengo dos preguntas, una es, si este asiento te viene bien para hacer el registro fotográfico, y la otra pregunta y más importante es ¿por qué estas tejiendo? Risas de todos alrededor, la mexicana con botas y sus preguntas directas, pero eso no me distrajo de notar que el fotógrafo soltó una risa con un claro matiz de triunfo. El tejedor me ofrece un objeto que saca de su mochila negra, es una pequeña pieza tejida con un fino estambre que acaricia con ternura mis dedos al primer contacto.


¿Qué crees que es? Analizo esa pieza de hilo gris casi plateado del tamaño de una arepa, capa doble y un orificio de un lado. De reojo veo las manos del fotógrafo: grandes, algo toscas, ¿cómo habían logrado esas manos la habilidad de lo sutil? Es para guardar algo, dije. No exactamente. Es para esconder algo. No necesariamente. Es una de esas cosas para calmar la ansiedad. No, pero sí. Claro, ya sé, es una funda para rellenar con semillas, solté por último. Parecía haberle atinado, pero seguía sin tener idea de para qué serviría esa fina funda del tamaño de una arepa rellena de semillas.


Son prótesis que poner en el sostén para mujeres que han perdido un seno por una mastectomía. Mi cabeza dio una vuelta, el brutal cambio de perspectiva, le dicen. Por acá hay muchas mujeres con cáncer de mama, las prótesis son sumamente caras, la mayoría no las pueden pagar y usan lo que pueden para no sentir el vacío, como bolsas de tela rellenas de alpiste, pero el alpiste atraviesa la tela y pica. Hemos donado casi. . .


Me dijo el número de piezas exactas que han donado y era un número muy, muy grande, que mi cabeza no alcanzó a registrar pues voló imaginando a las mujeres con alpiste en su pecho rodeadas de aves entres sus faldas, sus cabellos, sobre sus hombros, acompañándolas en el camino, haciéndolas volar. Mujeres pájaro.


El estambre de algodón no las pica, al contrario, sienten una caricia. El fotógrafo había aprendido a tejer en la pandemia. Me pongo a tejer en público porque así la gente se intriga y pregunta porqué un tipo como yo esta tejiendo, y así yo les puedo decir esto que te he dicho a ti, y decirles que se toquen, que se revisen, que lo hagan, que prevengan.


Se me atravesaron varias emociones. Me asombra su voluntad, su estrategia, y siendo la tejedora de historias que soy, quisiera saber el origen, sé sin duda que algo cercano a él lo llevo ahí, a esa admirable misión. Pero me sorprendo más de mí misma, en como el prejuicio que él usa como atinando marketing, funcionó en mí. Como fue que me rebotó ver a ese hombre de 1.85 y manos grandes tejiendo delicadamente, como es que estoy segura que si hubiera visto a una mujer tejer no le hubiera preguntado con tanta urgencia. Carambas Bárbara, tú que pregonas que no hay que tener prejuicios como escritora, ¿y caíste en el más básico? Me sorprendo de cómo mi mente se fugó de inmediato a imaginar mujeres pájaro para evitar la imagen en mi cabeza de la pérdida de un seno, eso que a toda mujer aterra; como volé a pensar en mis cercanas que han pasado por eso y como sentí una aguja clavada en el pecho mientras me decía el gran número de prótesis tejidas que ha donado, el gran número de mujeres que las han necesitado. Reconozco inesperadamente como el prejuicio y la evasión se encendieron en mí como mecanismos de protección ante el miedo. Y ¿no acaso el miedo al miedo es lo que nos hace no tocarnos, preferir no saber, no querer llegar ahí? ¿No acaso el miedo al miedo es nuestro mayor enemigo?


Bueno, me sigues contando durante la función. Digo a manera de chiste para romper el silencio que provocó su respuesta. Todos ríen. Funciona. Soy hábil en eso. Decirle que era admirable lo que hacía, me resultó sobrado. Todo alrededor del cáncer es tan difícil de hablar. Hay un respeto mezclado con miedo que se atora en la garganta. Faltan 20 minutos para iniciar la función y debo irme butacas abajo, pero lo hago distinta a cuando las subí, con la huella de que algo dentro de mí se movió, no sé bien qué, bajé pensando en lo infinitamente impredecible y generoso que es el tejido humano.


A veces, hay que confiar en la bondad de los desconocidos*


2.

En mi única mañana libre que tengo en Bogotá luego de la primera función, quedo de verme con Juan Carlos en el barrio de La Candelaria. Me llevo a Ivonne, la stage manager, para que conozca un poco más allá de las paredes del teatro, que se entere que esta en otro país. Hace 8 años Juan Carlos me llevó a conocer el centro de la ciudad de Lima, como el buen anfitrión que es, nuestras caminatas por las ciudades en las que coincidimos suelen tener un algo especial que nos hace recordarlas en el tiempo y tejer ese hilo de amistad en la lejanía que nos ha mantenido unidos por tanto tiempo. Nos dice que nos llevará a ver una exposición, un monumento. Algo nos dice sobre el conflicto armado que no alcanzamos a entender del todo.


Subimos por la calle séptima sin poder evitar echarle un ojo a la venta de esmeraldas y oro que bordean la calle. Pasamos por la plaza Bolívar a tomarnos la típica foto, que no digan en las redes sociales que no paseamos por Bogotá. Se nos atraviesa una que otra llama en el camino, verlas me hace pensar en los burros pintados como cebra de Tijuana y en a quien se le ocurrió primero esa idea de las fotos turísticas con animales exóticos en las plazas.


Entre las vallas militares y tipos armados que rodean el palacio nacional, llegamos al museo Fragmentos. Juan Carlos nos deja adelantarnos. Entramos, una gran sala vacía de paredes blancas, nada adentro, caminamos un poco sin decir nada, ¿qué había ahí para ver? ¿dónde está la exposición o el dichoso monumento? Di unos pasos más y la sensación en mis pies jaló a mis ojos hacia el piso, una serie de bloques de metal de una oscuridad profunda. Qué atractivo es este piso, pensé, su textura atraviesa la suela de mis zapatos, no puedo dejar de verlo. . . y la voz de Juan Carlos suelta cerca de mi oído: estas parada sobre el monumento.


A partir de la fundición de 31 toneladas de armas entregadas por FARC-EP luego del acuerdo de paz, se producen láminas de metal que fueron entregadas a 17 mujeres víctimas de violencia sexual por militares durante el conflicto armado en Colombia. Ellas las martillaron durante días para crear los bloques en los que estamos paradas.


¿Cuántas toneladas de humanos mataron esas 31 toneladas de armas? El vacío, el silencio, la memoria incrustada en el cuerpo y sacada a golpes como contra- monumento. Nos seguimos a ver el video testimonial de esas mujeres con martillo en mano como extensión poderosa de su cuerpo dando forma o quitándosela, a esos bloques de metal bajo nuestros pies. Sus voces tejidas:


--La fundición de armas me da una satisfacción. Con armas se sienten guapos. Si se pueden fundir las armas también se puede fundir el odio. Me sentía en un cubo de cristal donde nadie me escuchaba. Esto no me pasó solamente a mí, si no a muchos. Yo no tuve la culpa de lo que me pasó. Martillé con rabia, con ira, duro, descargué veneno, con todo, martillé por mí y por otras, y martillé y martillé. Y sí, me salieron callos en las manos, son mis medallas. Puedo perdonar, pero no olvido, solo puedo pensar en el perdón sin repetición, con justicia, con reparación--.


El arte permite la continuación de la vida, dice Doris Salcedo, quien lideró este proyecto en 2017. Veo a esas mujeres martillar y entiendo que hay una fuerza abismalmente mayor a la física que es capaz de doblar el metal mientras se intentan zurcir las fisuras del alma. En el cuarto vacío de paredes blancas veo como emerge de ese piso de metal una energía abrumadora que palpita y que lo llena por completo. Esa es la exposición viva que no se ve en las paredes, sino que se genera dentro de una misma.


¿Cuales son los bloques que pisamos en nuestros países? ¿Qué nos sostiene? Nos dicen que hay que mirar siempre hacia arriba, hacia adelante, pero ¿sobre cuál pasado-presente estamos parado? Ivonne murmura: este piso está hecho de violencia, y lo peor es que desde este piso se sigue construyendo, se sigue viviendo. . . no desaparecerá.


En ese vacío sin forma, encuentro las palabras de Beatriz González sobre la pared cercana a la salida del “museo”: Que nada tenga contorno, porque así es la memoria traumática, nunca es clara.


A veces, hay que sobrevivir a la crueldad de los desconocidos.



3.

En la camioneta que nos lleva a todas al aeropuerto con el corazón llenito luego de nuestras funciones de “Julieta tiene la culpa” en Bogotá, al fin me siento un poco más relajada luego de haber cumplido con la responsabilidad de sacar y devolver con éxito y con el aplauso en la piel a esas 5 mujeres que íbamos de regreso a México. La noche anterior habíamos celebrado nuestra función 50 y nuestra primera salida fuera del país.


Karen, la chica colombiana que había sido asignada como nuestra acompañante en el viaje iba en el asiento de enfrente junto al conductor, en silencio, con la mirada clavada en el camino mientras las actrices hablaban entre ellas en la parte de atrás. Era mi última oportunidad de conversar con Karen más allá de los pendientes del montaje y sin pensarlo solté una de mis clásicas preguntas fuera de contexto para abrir boca: Oye Karen, y ¿qué hay de la famosa faja colombiana? Mi banal pregunta era porque en realidad soy una persona banal, me gusta saber sobre las banalidades. Pero Karen, creo, asumió que mi pregunta no respondía a mi real banalidad y genuino interés por saber más de la faja colombiana que ante estos volúmenes que he ganado en los últimos meses, podría convenirme; si no a una seria inquietud crítica e investigadora de persona intelectual que creen somos siempre las escritoras.


Karen tuerce el cuerpo hacia mi asiento para darme la cara, al ver su mirada intuyo que la respuesta será cosa seria: Por las zonas cercanas a Medellín, la zona más marcada por el narcotráfico, el cuerpo de la mujer se ha convertido en un objeto que debe aplicarse a verse perfecto, hay un altísimo número de operaciones estéticas no necesarias y que luego les afecta mucho su salud; hay artefactos -como las fajas- para simular un cuerpo perfecto. Como si su cuerpo no les perteneciera a ellas si no a la mirada de los demás. Las fajas colombianas son muy famosas, se han perfeccionado, hay mucha demanda, unas holandesas que vinieron de gira me pidieron que las llevara a comprar el Levy levantacolas.


Me sentí un poco avergonzada, yo sé bien que mi pregunta no iba por ahí. Sino más bien por el lado de ¿y dónde las venden? como las holandesas. Pero me vino bien el recordatorio del origen de la insatisfacción que el comercio nos impone en relación a nuestro propio cuerpo. “Como si su cuerpo no les perteneciera a ellas si no a la mirada de los demás” Mi pensamiento lógico lo entiende y rechaza tal imposición, pero mi pensamiento martillado por la cultura en la que me crie, ve a mi cuerpo transformarse con la edad y siente susto. “El metabolismo, que ya no funciona igual” es una línea de esta obra que escribí y que vine a presentar aquí. Sí, es cierto, la transformación es inevitable, el apego a la juventud es absurdo, por ello no deberíamos martillar con crueldad a nuestro propio cuerpo, pero reconozcamos que es fácil elaborar esta idea con palabras y no tanto en el día a día al enfrentarse ante las arrugas, las inflamaciones, las caídas, las planuras, las pérdidas, la panza. ¿Cómo saber aceptarnos sin culpa, antes, durante, después?



Prótesis de estambre para llenar vacíos, martillos para cerrar las heridas de las invasiones, fajas que esculpen una figura que no nos pertenece. Todas historias sobre las luchas que se libran en la conquista de la soberanía de nuestro cuerpo femenino. La lucha de ser -con cortes, vacíos, profanaciones, excesos, cicatrices-, ser una, entera, ligera, de pie, tejida y moldeada a nuestra propia decisión y solo bajo nuestra amorosa mirada.


A veces, hay que confiar en la bondad hacia nosotras mismas.


Bárbara Colio

Escrito en el vuelo de regreso de Bogotá a Ciudad de México

* ¿Cómo solicitar una prótesis de seno tejida?: oropendolafundacion@gmail.com

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fotografía de B.C. : Arte urbano, calles de Bogotá.


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