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Mudarme ha sido verme en una película en rewind.

Quito un cuadro y me lleva al instante en que lo colgué, en que lo llevé a enmarcar, en que lo elegí, en el porqué lo elegí. Me lleva al espacio vacío de la pared antes de él, un vacío que ahora vuelve a asomarse. Reconozco cuales cuadros-fotografías-carteles extraño al instante de quitarlos. Se la historia hacia atrás de cada elemento contenido en estas paredes, cómo llegó aquí, porqué siguió aquí.


En su camino a la caja de mudanza todo se limpia de polvo y de nostalgia. No hay prisa, empiezo por las cosas pequeñas que son las más grandes para mí, aquellas que me signifcan un momento, un descubrimiento, una caricia; los objetos que se me han pegado al cuerpo como caracoles a las piedras de mar. Lleno una maleta con estos objetos y la etiqueto como «cositas». Eso son: cositas inclasificables, piezas de mi personal rompecabezas que solo yo sé armar. Si se fijan, los personajes que escribo tambien tienen cositas, pistas de su historia, pesos en su anclaje. Nuestras cositas nos cuentan, de eso estoy segura.

 

Mi depacuatro no es solo paredes, es también vistas amplias e infinitas. Desde ahora sé que extrañaré montones a mi árbol. Ese enorme árbol tras mi ventanal con el que he desayunado tantas veces, en el que he perdido mi mirada por horas hasta encontrar la palabra exacta para lo que escribo bajo su sombra. Como en este instante. Hace años desperté por el ruido de una sierra eléctrica, una vecina lo había mandado derribar solo porque no quería barrer sus hojas; en pijama bajé a detener a los trabajadores de la delegación; alegué, discutí, conservo los papeles de los trámites que tuve que hacer para impedirlo. Una rama de más de dos metros que ya había caído, la subí yo sola por las escaleras y la convertí en un librero que se quedará aquí. Todos estos años, ese árbol y yo hemos compartido temporadas de caída de hojas y de nuevos brotes.

 

Pero hace un par de años me entró la necesidad de llenar bolsas y bolsas de cosas para donar, regalar o tirar; en la navidad pasada regalé varios libros a mis alumnos de la UNAM. Hacer espacio, poner orden, esas dos acciones me dan paz. Fue el primer indicio de que ya quería mudarme. Hoy, cada cosa en mis manos pasa por la aduana: qué se va, qué se queda. Las plantas se van conmigo, lo grande se irá en un gran camión de mudanza. Me emociona pensar en las nuevas colocaciones, en las nuevas combinaciones con el nuevo espacio, en esa otra escala del viaje.

 

Mis mudanzas se inauguraron en los noventas. A escondidas me compré una maleta grande. A escondidas metí en ella algo de lo que tenía y con solo eso me fui (¿o me fugué?) a vivir a Madrid para estudiar teatro. La arrastré entre las calles empedradas buscando donde vivir con poco dinero, esa maleta fue mi closet, mi arca, mi única posesión, mi cómplice, mi casa. Cuando vine a vivir al DF, fue mi baúl de tránsito entre, creo, cinco lugares distintos en los que viví antes de llegar a aquí, a mi depacuatro. Con sus ruedas (solo dos) totalmente desgastadas, hoy, le hago los honores: que sea la primera a llenar. Descubro que sigue con la etiqueta de su precio en el interior, $74.99 dólares me costó hace… ¿cuántos años ya? No sé, suelo dejarme mensajes encriptados para resolverlos en el futuro y quizá este mensaje fue el dejar registro de cual fue mi primera inversión en el camino de hacerme mi propia vida.

 

Veo a Franky en su rutina diaria de recibir la luz del amanecer y de vigilar con su mirada felina tanto a las ardillas como a los caminantes bajo su balcón. Es tan dueño de todo el lugar. Pienso en cómo le va a afectar el cambio, cómo puedo ayudarle a que le sea leve, pero la verdad es que si algo sabe hacer Franky es caer con gracia en cualquier situación, y sé que sabe que su hogar siempre estará donde este yo. Estará bien.

 

Me despido de las palmas de Diagonal de San Antonio que hace un siglo viajaron en avión desde Etiopía, como el regalo a la ciudad de algún sultán. Fueron las protagonistas de mi obra Casi Transilvania. Recuerdo cuando se incendiaron, como iluminaron a mi depacuatro de una luz naranaja intensa, antorchas gigantes. Las palmas sobrevivieron al fuego pero no lo harán al contagio del virus que está matando a todas las palmas de la ciudad. Pienso en la palabra que siempre dice una vecina sabia: impermanencia. Nada permanece, es cierto, pero yo pienso que después de la impermanencia, no viene la extinsión, sino la evolución, la transformación.

 

En mi depacuatro he recibido a amigos y a familia que lo sienten tan suyo como lo es. En mi depacuatro he escrito muchas obras, creo que desde Vuelve cuando hayas ganado la guerra para acá. La mayoría se ensayaron primero aquí, por todas hemos brindado aquí también. Marina & Isabel la ensayarremos aquí ¿de qué más será testigo aún mi depacuatro? Confesiones, descubrimientos, amistades, amores, pasiones, encuentros, cariños, rompimientos, reconciliaciones, renacimientos, corajes, tristezas, dolores, celebraciones, bailes, felicidades, pláticas infinitas y mucha inspiración ha sucedido aquí también. Ha sido un espacio que desde que decidí hacerlo solo mío, me abrazó profundamente. Una feroz conquista que me enorgullese. “Pero si tu depa es tan acogedor, ¿por qué te mudas?” No hay más respuesta que: evolución.

 

Te dejo, pero no te abandono, como a esos viejos amigos con los que por la distancia ya no podremos echarnos el café juntos, pero que nos seguimos sabiendo incondicionales. No soy celosa depacuatro, que sigas albergando nuevas felicidades, tienes todo que seguir dando. Te dejaré bien chulo vas a ver, sé que coqueto siempre has sido. 



Extrañaré a mi árbol, a los efectos de la luz del sol del este y del oeste, a sus paredes curvas, sus techos altos, su paslilo sinuoso, la hamaca en el ventanal. . . pero sé que en el nuevo hogar encontraré nuevas luces, les descubriré su gracia y nuevos asombros vendrán, lo sé, porque eso es de las cosas que sé hacer bien, reescribirme. Los espacios se construyen por quienes los habitan.

 

Rento mi depacuatro. Bárbara Colio

 






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